Claro que la vida se debe llenar de experiencias. Experiencias que llenen la vida. Y por supuesto, que nadie lo dude, lo que llena, son las experiencias de la vida.
El jigging es una técnica de pesca japonesa que consiste en hacer creer al pez foco de la potencial captura, que el señuelo es un pez herido. Y como no era menos de esperar, la naturaleza dice que presa herida -presa comida; el resultado es que si el pescador consigue hacer creer que el señuelo metálico es un pez herido, la captura esta asegurada.
Salimos a las ocho y media de la mañana de un gigante puerto sureño de la afortunada isla del mencey teide. El sol que poco despuntaba en un izquierdo horizonte, estaba lejos de castigar aun nuestras ambitostadas pieles, intermitentemente untadas de protector alto nivel.
Los celestes e inmortales espectadores no creian el ambiguo contenido humano del barco pescador.
"Nunca vi un marinero sentado", dijo la primera celula gris de la mañana.
Tras varias millas náuticas de andadura el cascarón del siglo XXI paró en una de las tan buscadas "marcas".
Los peces solo encontraban la experimentada caña. Otra quedaba desierta entre sudores y dolores de espalda.
La comida a media tarde, con lorenzo dejando la vertical hacia el este, comenzó a marcar el comienzo de la hazaña.
Las manos del novel pescador comenzaban a perder lo poco atinado de sus mejores movimientos. El carro de apolo cargado de amarilla fluorescenca enfocaba el horizonte, y el experto medregal terminaba su enésima jornada en aguas canarias.
El pequeño jig cursó su involuntario viaje hacia el fondo sin buscar rumbo necesario. Al tocar el fondo rebotó como respondiendo a una última exhalación. En su coordinada subida quería marcar el último drama descrito por hemingway, ... en clave de fuerza.
El experto
seriola tras haberse engullido una pequeña
vieja, al ver aquel pequeño pez de indescritpible y dorada especie, herido y con un extraño pulular ascendente no pensó dos veces en tirar un rápido y voraz mordisco.
El novel pescador notó una novedosa sensación en su caña. Tras sus primeras pero intensas horas como pescador, no había conocido la sensación de la parada. Nadie tiraba del sedal, pero alguien o algo hacía que aquello no se moviera. Ese alguién pesaba 8 kilos.
El sabor de la cebolla cocida hacía aún mas agradable el sabor de la presa. Era la primera vez que volvía a recorrer miles de años para recordar la sensación de comer lo capturado.
¿Donde ha colocado nuestro inconsciente, tras este puto progreso, nuestro instinto de caza?
Espero poder reenfocarlo hacia su lugar de origen. Si no lo consigo, ¿intentará algún día buscar camino?
¿Habéis pensado en vuestro instinto cazador?.